EL MILITARISMO (Sig. Olegario Belda, Semanario Económico Popular, 13, 3/06/1871)
¡Dichosa la hora en que el sable cese de dirigir la vida política de las naciones, asumiendo sus inmortales destinos, chispas esplendorosas del sol de la inmortalidad que resbala por su azul! ¡Dichosa la hora en que el pensamiento y la pluma empuñen el cetro que otorgó el cielo a la ciencia verdadera, purificando así la atmósfera que respiramos! ¡Dichoso aquel momento en que se comprenda que la vida de los pueblos desmaya entre el humo del militarismo, y se agiganta bebiendo el perfume de la verdadera ciencia, amamantada por la razón cristiana, reina del pensamiento; dichoso aquel momento en que el hierro deje de imperar de una manera exclusiva, y todas las naciones en aras de la esperanza que las guía al porvenir, tornan a ser creadoras de hechos colosales que la fama pregona a través de los siglos, y dignas con nuevos alientos de grandes empresas y de inmortales conquistas.
Ojeemos la historia, y admiremos las grandezas del verdadero militarismo, porque también las tiene, pero contemplemos a las naciones víctimas e sus errores, arrastradas por su mano al abismo de una ambición que ensoberbece tanto como degrada. Nacido el militarismo entre el humo de la pólvora que embriaga y el polvo de los combates que ahoga, es por su misma esencia repulsivo al poder de la razón, porque la razón y la fuerza deben repelerse y odiarse; odio lógico, pero causa a la vez de hondos trastornos y lamentables desconciertos.
El militarismo solo puede dar gloria en los campos de batalla, mientras la inteligencia puede adornar la frente de los vencedores con laureles que no aridece ninguna lágrima, en luchas más apacibles y serenas. Atraer al militarismo a estas pacíficas bregas es sacarle fuera de su centro, como no es lógico llevar a la inteligencia a ese campo lleno de abrojos, porque la razón tiene su palenque en la discusión, y sus armas en la pluma y en la palabra.
Es un principio casi axiomático, que la fuerza debe estar subordinada al derecho, y que todos los poderes deben rodearse con la fuerza del pensamiento, pues siempre fue más grande aquel pueblo que fió a la ciencia el prestigio de su grandeza, y la resolución de todos los problemas sociales. El militarismo podrá convertir a las naciones en campamentos, y a los ciudadanos en soldados, podrá embaldosar los mares con escuadras, y turbar el silencio del espacio con el rugir de sus bronces, y parodiar la luz del relámpago con el fulgor de sus máquinas de guerra, pero jamás podrá convertir a los pueblos en vastos altares donde la ciencia sea honrada, y se celebre su grandeza con aplausos de todos los espíritus y todos los corazones.
Triste es decirlo, pero las obras del militarismo siempre ofrecen poca resistencia a la fuerza de la razón, debilidad natural y propia de todo lo que levanta el hombre si no es guiado por su inteligencia. Reciente está un ejemplo que demuestra con la más dolorosa de las realidades, la exactitud de nuestro aserto. Francia fiaba su predominio en los consejos de Europa al poder de sus ejércitos, pero Francia ha caído, y hoy por ventura entre el rumor y el desasosiego de las discordias que desgarran sus entrañas, quizás culpe al militarismo de su caída.
Augurábanle un porvenir gloriosísimo las campañas de Crimea y de Italia, sus armas se juzgaban invencibles porque parecía velar por sus destinos la sombra del primer Napoleón rodeada por sus granaderos, pero Francia ha caído. Llegó un día en que quiso ensanchar sus fronteras hasta el Rin, y honrarse con el dictado de reina de la raza latina. Parecía al parecer dormida, se preparaba silenciosamente, y apenas el primer hurra del combate hirió sonoramente el viento, sus numerosos ejércitos invadieron la Alsacia y la Lorena, tembló el suelo francés bajo los ferrados cascos de los caballos alemanes, y sus huestes contemplaron con dolor la marcha victoriosa de los enemigos, fiados más que en su sosegado ardimiento, en la astuta diplomacia de sus caudatarios.
Molke sin Bismarck quizás no hubiese vencido, porque un brazo sin cabeza que lo dirija es ciego, y a merced de su ceguedad puede errar. El militarismo parecía engrandecer a Francia, pero en realidad la debilitaba, porque jamás engrandecerá con verdadera gloria a las naciones el dios de la fuerza, sino la inteligencia y la razón que hermosea todas las historias, y saben conquistar títulos de inmortalidad para los pueblos que las honran. Entre un pueblo filósofo y un pueblo guerrero, honrad a aquel con vuestras simpatías, pues más tarde o más temprano se alzará vencedora la ciencia y vencida la fuerza, y serán suyos en lo porvenir los laureles de la victoria y los aplausos de la fama.
Nada diremos del militarismo con relación a nuestra patria, porque respetamos su dolor y el dolor de los que la aman; porque basta conocer el lamentable estado a que la han conducido las estériles luchas de sus banderías políticas, para conocer la consecuencia que de tales corolarios debe deducirse. Antepóngase la idea de la felicidad patria a toda otra grandeza, y la esperanza de mejor ventura sonreirá a nuestro pueblo; acállense las rencillas que solo deben tener asiento en el corazón cobarde, y serenos todos celosos de sus glorias; honremos todos a la patria, y seremos todos enaltecidos con su merecida estimación.
Nadie puede negar al militarismo su derecho a la dirección y administración de los institutos armados, pero conviene deslindar los campos en que deben ejercer su influencia las armas y las togas; es conveniente señalar la órbita de los deberes que corresponden a cada clase directora, reduciendo a sus límites naturales el campo del militarismo, para que llevado de su celo, no pueda destruir la armonía que debe reinar entre los poderes, ni usurpe derechos incompatibles con sus obligaciones, o con aquellas que le son extrañas por no estar en relación con su especial finalidad. La alta razón de la conveniencia patria y de la gloria de sus destinos, debe decidir a todos a deslindar esos campos, hasta hoy confundidos, para que cada poder reciba su gloria, y pueda responder de sus errores.
La gloria de la patria, de esa patria a la que debemos tanta grandeza y tanto renombre, nos lo suplica fervorosamente; ¿quién será tan ingrato que desatienda las súplicas de esa segunda madre? ¿quién tan egoísta que anteponga sus derechos a los que sellaron los siglos en las páginas de la historia? ¿Quién, abandonándose a punible incuria, dejará que crezcan sus infortunios? Aunque el militarismo tiene sus peculiares glorias, y por ellas debe ser honrado, honremos más las de la inteligencia, porque son más grandes. Todo es fácil si el corazón no es mordido por la envidia; todo es preciso para que la patria recobre nuevos días de gloria, y figure de nuevo en la vanguardia de los pueblos. No malogremos su destino, porque aún puede ser grande y venerada; porque aún pueden los siglos venideros mostrarla como nación modelo.