Paréceme que las llamadas “conquistas de la civilización moderna” huelen todas a pólvora. Sin duda es este el incienso que mejor perfuma las naves del templo del progreso, en las cotidianas solemnidades que allí se celebran. La razón, dándose cuenta de los relumbrones de la fiesta se llama andana y la fuerza, respirando por la boca de los maüsers, reduce a orden y medida cuanto anda en desordenado desentono.
Las apelaciones a la fuerza del derecho prescribieron desde que tomó cartas en el asunto de la vida pública el derecho de la fuerza. Este es el que protocolizó nuestra inferioridad en recientísimos tratados, sancionando la más inicua de las expoliaciones modernas. Eramos débiles, y se nos desahució sin formalismos por el colmillo de los valentones de la Casa Blanca en nombre del derecho de la fuerza.
El sentido jurídico, pariente por sus cuatro costados del sentido común, murió en la antesala de los diplomáticos a golpes de la abrumadora dialéctica que la fuerza ha puesto en uso. Era el muerto otra de las vejeces sociales de que abominamos, y con él hemos convenido en que bajasen a la fosa la verdad, la justicia y el derecho. Todas las vejeces son anacrónicas.
Justiciábase antaño en nombre de Aquel que es la justicia infinita, mientras ogaño se desentienden los juzgadores de tan paternal tutela y enderezan las leyes a doquieren los reyes. Los fuertes azotan con su látigo a los débiles y estos fian a su desarmada cólera la reivindicación de sus derechos.
Y en esta confusión de atropellos y reivindicaciones zahumados por la pólvora, ni los que ergotizan desde la cátedra brujulean con tino, ni los doctrinados por los ergotizadotes aprenden cosa de provecho. Los terapeutas sociales inventan a diario los más endiablados mejunjes para devolver la salud al maltrecho organismo, pero el enfermo, harto de las bascas y trasudores que le ocasionan los bebistrajos curanderiles, se niega tozudamente a tomarlos.
LA VERDAD, 1903
La vertiginosa carrera automovilística, ha terminado trágicamente con todos los honores de una catástrofe, mucho antes de concluir, dejando esparcidos por el camino como sangrientos despojos del record, los cadáveres de cuatro o cinco espectadores, los destrozados cuerpos de los chauffeurs y los restos de los automóviles hechos pedazos. Los más audaces de entre los que se disputaban el triunfo, entraron en la eternidad, mucho antes de llegar a la meta señalada. La muerte corriendo de incógnito a su vera se conjuró en regatearles la victoria y se salió como siempre con la suya.
¿Qué problema científico querían resolver los corredores? Porque bien estudiado el hecho de autos, mas que en sus premisas en sus dolorosas consecuencias, no es posible la razonada defensa de espectáculo tan macabro. […]
Las velocidades adquiridas por los automovilistas en la primera etapa de esta carrera de la muerte, solo han podido demostrarnos que a los corredores inscritos no les importaba la vida ni un bledo. En uso de su libérrima voluntad hicieron de su capa un sayo, pero la muerte convirtió el sayo en mortaja. […]
¿Se enfriará con este motivo el fervor de los enamorados de este sport? No lo esperamos. Es tan imbécil la presunción, y tan necia la vanidad, que seguramente no pararán sus pies los corredores. El progreso no se detiene en su camino, si no se encarga la muerte de cerrar la valla.