La nieve caía silenciosamente en blanquecinos copos sobre una choza de mi valle. Diríase que la choza era un sepulcro y que la nieve era el sudario tendido sobre la choza. El cielo estaba tapizado por esas nubes cenicientas, vagas y sin contornos, que ciernen en invierno sobre el aterido suelo las cenizas del espacio. Sin los rumores del helado cierzo que murmuraba silbando, el silencio hubiera sido digno de la triste soledad y de la sublime tristeza que reynaban en el valle.
Dentro de la choza, y de rodillas ante una pequeña cruz, murmuraban con voz llorosa una plegaria, un niño y un anciano. La nieve parecía haber prestado toda su blancura a los cabellos del anciano, y el niño semejaba haber encontrado en una primavera anticipada, las tintas de las rosas para sus mejillas, el color de las encendidas amapolas para sus labios, y las rubias y brillantes cabelleras de las mazorcas del maiz para sus ensortijados cabellos de oro.
El anciano y el niño lloraban como se llora en la soledad.
II
– No llores, exclamó el niño, abrazándose al cuello del anciano; -Dios es bueno, y nosotros hemos sido buenos también; Dios no querrá olvidarnos.
– Esperemos en Dios, repuso el anciano enjugando sus ojos.
El cielo seguía oscureciéndose, y la nieve caía más profusamente. El anciano y el niño se durmieron esperando en Dios. Y durmiendo así soñaron que un ángel descendía desde lo más alto de los cielos, y tendía una alfombra de flores sobre el valle; que el velo ceniciento del espacio se reflejaba hacia occidente dejando sereno el horizonte, y que el sol inundaba con los torrentes de su luz purísima a la naturaleza.
Todo lo veían en sueños, pero el sueño era entonces una realidad. Cuando despertaron, el valle estaba lleno de flores, el azul sin una nube, y el sol resplandecía en lo más alto del espacio como un rubí gigantesco engarzado en la corona del omnipotente.
III
– ¿Bien? – preguntó el anciano al pequeñuelo, que deshojando flores en la choza, la había alfombrado de lirios, jazmines y azucenas.
– Bien, porque Dios es bueno, y no nos olvidó.
– Reza –replicó el anciano- pues la gratitud es ofrenda acepta a Dios.
El anciano y el niño se prosternaron, elevando una plegaria al cielo. Y como si el valle no quisiera pecar de ingrato, hizo brotar de la garganta de los pajarillos un torrente de armonías, y derramó todos los perfumes de sus flores, e hizo que despertasen sus cadencias todas sus brisas y cefirillos como en las mañanas de primavera.
IV
Tin, tan; tin, tan; tin, tan.
El anciano de los cabellos de nieve y el niño de los rizos de oro y de labios amapolados han muerto. La gratitud robó a sus labios la dulce plegaria del reconocimiento bebiendo dos ojos en sus lágrimas. La gratitud los ha llevado al cielo, como la escarcha robó los colores a las rosas del valle. Dichosos los agradecidos! Infelices de los ingratos!
¡Feliz el anciano de los cabellos de nieve!¡Dichoso el niño de los bucles de oro!
[Com en “La gitanilla” o “La mariposa blanca” o “Elisa”, que després d’haver sigue orgullosa, mor de tisi, també ací els protagonistes acaben amb la mort. Después, en aquest cas, també amb la pujada al cel gràcies a la comfiança en Déu. De nou mor un xiquet de fred, però ací no hi ha explícit els motius de la pena, més enllà de la suposada pobresa, i per això el conte guanya en expressió.]