APUNTES I, La Verdad de Murcia, nº 72. 11/05/1903
Paréceme que las llamadas “conquistas de la civilización moderna” huelen todas a pólvora. Sin duda es este el incienso que mejor perfuma las naves del templo del progreso, en las cotidianas solemnidades que allí se celebran. La razón, dándose cuenta de los relumbrones de la fiesta se llama andana y la fuerza, respirando por la boca de los maüsers, reduce a orden y medida cuanto anda en desordenado desentono.
Las apelaciones a la fuerza del derecho prescribieron desde que tomó cartas en el asunto de la vida pública el derecho de la fuerza. Este es el que protocolizó nuestra inferioridad en recientísimos tratados, sancionando la más inicua de las expoliaciones modernas. Eramos débiles, y se nos desahució sin formalismos por el colmillo de los valentones de la Casa Blanca en nombre del derecho de la fuerza.
El sentido jurídico, pariente por sus cuatro costados del sentido común, murió en la antesala de los diplomáticos a golpes de la abrumadora dialéctica que la fuerza ha puesto en uso. Era el muerto otra de las vejeces sociales de que abominamos, y con él hemos convenido en que bajasen a la fosa la verdad, la justicia y el derecho. Todas las vejeces son anacrónicas.
Justiciábase antaño en nombre de Aquel que es la justicia infinita, mientras ogaño se desentienden los juzgadores de tan paternal tutela y enderezan las leyes a doquieren los reyes. Los fuertes azotan con su látigo a los débiles y estos fian a su desarmada cólera la reivindicación de sus derechos.
Y en esta confusión de atropellos y reivindicaciones zahumados por la pólvora, ni los que ergotizan desde la cátedra brujulean con tino, ni los doctrinados por los ergotizadotes aprenden cosa de provecho. Los terapeutas sociales inventan a diario los más endiablados mejunjes para devolver la salud al maltrecho organismo, pero el enfermo, harto de las bascas y trasudores que le ocasionan los bebistrajos curanderiles, se niega tozudamente a tomarlos.
Dios piadoso endereza los torcidos derechos que se nos regalaron, para que tomásemos parte en el desafinado concierto de las naciones y serene los horizontes de la vida social. Tornen los huracanes a ser brisas de primavera y mansísimos arroyos las torrenciales avenidas. Y si queremos ser grandes de nuevo como fuimos en su tiempo, humillémonos de rodillas ante la Cruz.