APUNTES XXII (La Verdad, 270, 10/11/1903)
Recordando las turbulentas algaradas que sembraron el luto en muchos lugares de la región bilbaína, y advirtiendo los que lo preparaban en la cuenca de Riotinto, comprendo cuan finalmente se desbordan las pasiones populares, si los mal avenidos con la paz y el sosiego públicos se dan maña para suscitarlas y enardecerlas. Presas las masas obreras del febril desasosiego que lleva la turbación a todos los espíritus, basta el soplo del más ligero vientecillo para que la pequeña chispa se convierta en devorador infierno.
Obreros y patronos andan divididos y amenazándose con africana saña. Y si no mienten las señas, la lucha entablada entre rivales tan poderosos tal vez termine sangrientamente, pues este es el epílogo que corona las situaciones que la fuerza preside como soberana. ¿Quién solucionará el temeroso problema con facilidad mayor? ¿La Iglesia o el Estado? Porque mientras éste será siempre mirado con recelo por los que le tienen como dócil amparador de la voluntad patronal, aquella, apelando a los dictados de la caridad para reducir a los litigantes, solo será recusada por los que no creen, ni esperan, ni aman.
En realidad de verdad, ni obreros ni patronos deben pactar treguas y armisticios en nombre de fórmulas y preceptos que no estén inspirados por la caridad cristiana. Para el hermano que ama a su prójimo por amor de Dios, huelga todo reglamento, y es escusada toda intervención conminatoria, y para los que no creen que su Padre está en los cielos, están de sobra todas las disposiciones legales. Caridad arriba y resignación abajo, y el problema se resolverá por sí solo.
Pero desgraciadamente la Cruz de la Iglesia, se pierde como si clamase en el desierto. O se la tiene en poco, o se la rechaza con estudiado desdén. Quiere la sociedad que se someta a sus exigencias, negándose a suscribir con adhesión inquebrantable sus divinas enseñanzas. Juzgándose fuerte, y entendida, y sobrada de recursos morales, no advierte que la realidad está demostrando la perpetua ineficacia de sus remedios.
Solamente la Iglesia Católica puede amansar los furores del huracán desencadenado, y convertir las sombras de la noche en claridades de aurora. Su intervención maternal llevará la paz a los espíritus, y con el sol de la fe por antorcha, alumbrará los encapotados y sombríos horizontes de la vida social.